Mi padre era un hombre instruido, tenía un cuarto o quinto grado de
escolaridad; mi mamá, no. Sabía un poco y siempre tenía el interés de que sus
hijos aprendieran. Leía la
Biblia y le enseñó a
mi mamá a hacer muchas cosas. Sus hijas fuimos guiadas hacia los estudios.
Mandó a mi hermana mayor a la ciudad a
aprender a coser y otras cosas. Exigía que las niñas fuéramos a la escuela.
A pesar de su ignorancia, mantenía una cultura y una concepción del mundo
desarrollada, porque no poseía recursos para haber aprendido más.
Era una persona muy activa, que cuando hablaba había que escucharla, que
decía las cosas que había que hacer, que decía lo que había que aprender, y por
qué la mujer debía luchar y no estancarse. Era cristiana y de respeto, porque
nunca abandonó la cultura que trajo consigo de su país y que mantuvo toda su
vida en Cuba.
De unos y otros aprendí algo muy importante en la cultura del haitiano: el
respeto. Nadie podía faltarle el respeto a otra persona. No coger lo que no es
de uno. Los muchachos no nos podíamos aparecer en la casa con algo que no fuera
de nuestra propiedad. Se exigía mucho por eso.
Había que saludar siempre. Los hijos no podían estar presentes en las
conversaciones de las personas mayores.
Se vivía con miedo a ello.
Cuando llegaba a la casa una persona adulta los niños nos ocultábamos,
desaparecíamos del escenario. Regularmente las hembras nos íbamos para la
cocina a trabajar y a hacer otros quehaceres para que los adultos conversaran.
Era tanto la rectitud en esta situación que los hijos no llegaban a
comunicarse mucho con los padres, porque esa comunicación era hasta considerada
una falta de respeto.
En aquellos tiempos habían costumbres que el haitiano las llevaba demasiado
lejos. Eso provocaba que habían hijos que temblaban ante la presencia del
padre. La única comunicación válida era obedecer las leyes de los mayores.
Eso abundaba mucho en la comarca. En una fiesta el hijo no podía hacer nada
más allá de lo que le habían dicho sus padres. Muchas de las muchachas no se
podían maquillar porque el padre no quería, aun cuando tuvieran 20, 30 años o
más.
Se vivía bajo el mando absoluto de los mayores
No se les dejaba comer con el plato en la mano, sino colocado en la mesa,
ni sonar los cubiertos o soplar la comida, sí debían andar bien vestidos,
calzados y asistir regularmente al templo. Esa era la educación familiar que
recibimos
Daban una educación que iba más allá de la que
recibían en la escuela. Prepararon para la vida, para el trabajo. Les enseñaban
ha hablar en creole y los insertaban en los primeros pasos
Les narraban cómo era la vida en Haití, cómo se trabajaba allá, cómo se ayudaban unos a otros, cómo compartían sus terrenos y los cosechaban. Tenían, incluso, trapiches criollos y molían la caña.
También contaban sobre la venta que se hacía de los productos. Decía que se reunían en un lugar determinado como especie de un mercado, para vender los productos. Constantemente nos hacía anécdotas sobre eso y nos enseñaba, incluso, fotos que conservaba de esa época.
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